08 enero 2011

Ser mejor


Quemados, agobiados, perdidos... Así vivimos en la ciudad los hijos del siglo XXI, convencidos además de que es la mejor vida a la que podemos optar. Bonitos fines de semana con los niños encerrados en el centro comercial, deseando tener un fin de semana libre para poder pasar una hora en el atasco, absorbiendo tensión para soltarla después a golpe de acelerador. Encerrados, en solitario, con 2 millones de personas a tu alrededor empujando, fumándote encima, mirándote con desprecio, deseando ponerse delante de ti aunque sea en la cola del metro, o en el parking del Pryca (antes se llamaba así), y enseñándole todo esto a los futuros hijos de la ciudad, para que aprendan a sobrevivir en la nueva jungla del más listo y el menos educado...

¿Cómo es posible sobrevivir de este modo? Los hay que además no lo evitan, la mayoría... Los hay que no hacen nada por escapar aunque sea un poco de todos esos trabajos de Hércules a los que nos somete nuestro Euristeo particular, a cambio de permitirnos convivir en el maravilloso mundo de la sociedad del bienestar. Realmente el juego es el contrario, todos estos nuevos hábitos que hemos adquirido "voluntariamente" son el sustento de ese Rey de Micenas que, aún así, no está del todo satisfecho y llama a la crisis para que nos siga azotando como una hidra. Y nosotros, como nos lo merecemos, lo acatamos... Seguro que yo me salvo aunque vea caer en la pobreza o en la falta de dignidad a mis vecinos.

Y en medio de todo esto malviven a nuestro alrededor cientos de miles de seres que pueden elegir aún menos el lugar donde vivir. Seres que son implantados en mitad de las avenidas para absorber buena parte de nuestras inmundicias aéreas, que reciben nuestra rabia o nuestra ignorancia por igual, que tan solo figuran en una estadística y que si molestan al inmenso poder expansivo del hormigón, son talados sin más. Nuestros queridos árboles. Qué sería de nosotros sin sus hojas meciéndose a otro ritmo distinto al de la vida que nos hemos inventado para autodestruirnos. Verlos allí, a pesar de todo, firmes, es una pequeña esperanza. Nosotros que sí podemos desprendernos de nuestras raíces y de aquellos que nos absorben la esencia, quizá podamos hacer algo más por cambiar el ritmo de las cosas, por cambiar el orden de los factores, por mandar al carajo a los que nos quieren atar a una vida sin más meta que tener más.

Pero hoy, talado por la vuelta a la ciudad, dejo caer una lágrima por ellos. Porque el hacha del invasor, del que decide cómo debemos vivir, tiene hoy más poder que ayer. Y porque da igual que llore, mañana seguirá el centro comercial atascado, las avenidas contaminadas y el tener más, muy por encima del ser mejor.

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